martes, abril 25, 2006



Frene

Se maquilló una tarde otoñal, vistiéndose apropiada a la ocasión. No sentía lástima de sí misma, menos rencor.
Su perfume destellaba crudeza y alientos varios. Ella no andaba sola y lo hacía notar, chequeando en un cuaderno pequeño las ideas que le venían a la cabeza.
Su alter ego la llamaba siempre, pero las condiciones no le parecía adecuadas.
Besar por besar, ya no era su fuerte.
(Rewied evocativo, desde la otra acera menos apócrifa)

Hace algo de frío, el olor del café debería de apoderarse en el contexto, las personas suelen ir más lento. Una figura endeble lanza frases sin mayor sentido, siendo ella su oración menos escrupulosa.
Alguien envía mensajes, aventurando que el otro comprenda de “buenas a primeras”. La otra, incólume frente al desafío calmo, sólo sonríe. Entre ambos quieren jugar a no entender, a figurar sin apariencias y a escuchar. También quieren jerarquizar el diálogo relajado y entusiasta. Finalmente, se contentan.
(Deja Vu, lo debe de haber vivido antes, pero tampoco lo daba por firmado)

Ese lugar, el ruido interior en el vagón, el menear la cabeza hacia cualquier lado, la mano tosca del hombre que se apoya en el asiento de adelante.
Mientras intentaba concentrarse en la prueba que tendría en la tarde, no lograba sacarse de la mente esas imágenes insistentes. No faltó el compañero perdido que preguntaba por un asunto pertinente a la materia y ella sólo atinaba a responder cortésmente. Pero claro es, su pequeña letra no convertían cualquier apunte en texto legible.
Por eso, la cafetería tan concentrada de estudiantes bulliciosos era el refugio forzada para hacer hora y hojear más su cuaderno.
En el desorden de los escritos de diversos colores, ella sólo se entendía.
Y sabía de antemano que las ansias de ya haber vivido antes algunos fragmentos parcelados de su vida, por muy insignificantes que fuesen, tenían explicación científica.
(Perro grato acompañando)

Tan distraída venía, a la altura del camino que recorría a diario, que ni siquiera la frenada brusca impidió un quejido prologando que el animal dio. Casi por instinto materialista, cuando estacionó al costado de la berma, miró y se preocupó de inmediato del posible daño ocasionado a su foco derecho.
Había un poco de sangre del perro vagabundo. Y ella, muy en el interior lamentó lo sucedido.
(Metro repleto, ascensor que nunca baja y revista que están para “entretener”)

Sí, claro. Estaba nerviosa y no entendía que la había motivado a pedir la hora. Menos el cómo se enfrentaba un profesional de tales características. Aunque la interrogante que le rondaba era el por dónde empezar, se tranquilizaba sabiendo que el tipo la guiaría.
¿Sería bueno comentar muchas de sus obsesivos pensamientos e imágenes que estaban latentes en ella o mayor sentido no tendría detenerse en esas tonteras?.
Supuso que hablarían de su familia, del cómo y cuando fue criada para que así, con las excusas normales de por medio, el sicoanalista anotara sobre sus gestos y manías.

(“Bad Movie Scene”, Anneke que susurra la letra milimétrica)
Cuando se dio vuelta hacia su lado de la cama, mientras el pegoteado líquido seminal yacía débil entre sus apretadas piernas, su imaginación se iba. Se descontrolaba, animándose a finalizar una relación que hace mucho estaba perdida.
Ya no quería dañar, menos ser dañada, ni pedir explicaciones.
Era adulta, algo soberbia y certera.
Los mamarrachos que dibujaba cuando pequeña, los chicles que pegaba en los bancos del colegio, las onces con Quick de frutilla, los paseos domingueros al Mampato, las tardes cobijadas en los llantos de la tormentosa Candy y sus ganas de colocarse los maternos tacones altos eran cosas del pasado.
Muy del pasado.

* Aunque no valga la pena detenerse mucho en las palabras antes leídas, sí deberían de prestarle atención al trabajo fotográfico del chileno Rafael Edwards Aguirre, a quien pertenecen las imágenes. Más sobre él y sus expresiones artísticas pueden chequearlas en su Web Site:
http://www.rafaeledwards.com. Aprovechen el datito, ¡no se arrepentirán!

domingo, abril 16, 2006


Carretera Ocultista

Fred Madison es un introspectivo interprete de Jazz que vive con Renee, su mujer, de quién sospecha le es infiel. Esta primaria estructura dramática, tan común cómo rutinaria, puede ser decodificada en los extremos más inverosímiles y laberínticos en el perturbador cine de David Lynch.

Cintas de videos intimidatorias que llegan al domicilio de esta lejana pareja evidenciando el preocupante aumento en el grado de violación a su intimidad, una relación autista entres dos personajes silenciosos y la locura extrema que está esperando a la vuelta de la esquina al desconfiado músico, detonan el placer del lenguaje audiovisual en la amplitud de sus planteamientos. Con planos inquisidores que dicen mucho más que cualquier logrado diálogo o el malicioso cercenamiento de varias escenas en el montaje final, “Lost Highway” late entre los desiguales mundos de la esquizofrenia irreal.
Pero dejando de lado cualquier análisis
detallista y haciendo alusión a los siempre controversiales listados con las escenas cinematográficas más terroríficas, aprovecho de presentales una de mis preferidas.

Después que Fred (Bill Pullman) sigue recordando insistentemente el llamado de la voz desconocida al interlocutor de su domicilio asegurando que “Dick Laurent está muerto” y ver en la lacónica Renee (Patricia Arquette) la traición femenina hecha objeto, en una fiesta cargadas de “gustillos colorinches” ocurre lo insólito. O quizás es el primer indicio del delirante actuar que vendrá y la dualidad espeluznante que cohabita en
una película cargada de encrucijadas desconocidas.
Mientras Fred bebe a disgusto una copa en la barra, un hombre de aspecto extraño se para frente a él. Lo que sigue, es uno de las conversaciones más delirantes del
cine contemporáneo:

- ¿Nos conocemos, verdad?. (Pregunta el extraño, interpretado por Robert Blake quién en los setentas encarnará al popular “Baretta” y que fuese imputado por el asesinato de su esposa, en Mayo de 2001. Acusación de la cuál, finalmente, resultó absuelto).
- No lo creo. ¿Dónde cree que fue?. Responde Fred.
- En tu casa. ¿No recuerdas?.
- No, claro que no. ¿Está seguro?.
- Claro, de hecho, estoy ahí ahora mismo.
- Qué quiere decir. ¿Dónde está ahora?
- En tu casa.
- Eso es absurdo.
- Llámame.
(Pasándole un teléfono celular al confundido Fred, el misterioso hombre lo desafía. Así, sin mediar reflexión alguna, el músico se comunica hacia su casa, respondiéndole la voz del engendro que está al frente suyo).
- Te dije que estaba ahí. (Le insiste burlescamente el hombre misterioso).
- ¿Cómo ha hecho esto?.
- Pregúntamelo.
(Le responde mostrando el teléfono)
- ¿Cómo ha entrado a mi casa?
- Me invitaste. No es mi costumbre presentarme dónde no he sido requerido.


Fred está perplejo y el hombre misterioso se retira, victorioso y sereno, perdiéndose en la concurrencia de la fiesta.
¿Es “Lost Highway” una representación surrealista de las voces más torcidas que provienen de nuestros
miedos mejores guardados? O simplemente, una jugarreta antojadiza de un director empantanado en su auto referente imaginario cinematográfico, que ha parido la producción más sin sentido que se tenga memoria.

De esas y otras materias, incluyendo la documentada perspectiva a toda la filmografía de David Lynch, trata el extenso libro “Claroscuro Americano”, escrito por el periodista español, Andrés Hispano. (Ediciones Glénat. Barcelona, 1998. 344 páginas).
Capítulos en donde se desmenuza las motivaciones y contextos, por las cuales debieron de pasar películas tan decidoras como:
“Blue Velvet” o “Twin Peaks”.

No sólo recomendable para los amantes de este controvertido cineasta, sino también para quienes les prenden velitas a los misterios más conmovedores.

martes, abril 04, 2006

Disco toa

En cada milimétrico trazo que lanzaba, sin razonar como debía, ocultándose en el discurso del no existir. Cada cuál hacía lo suyo y mientras él estaba dibujando ese lejano contorno femenino, se sentía cálido.
(Sin respuestas, menos salidas).
No sabía quién era, menos si en aquella enorme ciudad pasada a humo existiese. Por momento, el rostro húmedo y agobiante de tranquilidad austera quería tomar vida propia. Y este seducido espectador, garante de sus líneas sutiles, sonreía maliciosamente.
Porque de andar caminando por allí, la niña-mujer silenciosa que se apoderaba del gran escenario blanco debía de probar sus labios acogedores.


Seguro que mordería con pulcritud de literato obsesivo su labio inferior. Seguro que tentaría para el poquito más, dejando aquel gustito a poco.
En cada imaginativo
espacio de la habitación ubicada en el no sé dónde, sonaba con el volumen calmo el disco del Beatle de los cachetes rellenos, cómo acostumbraba a llamarlo su madre.
“London Town”, una vieja producción que fue titulada por muchos en la mediocridad incomprendida, yacía al cantito somnífero de la creación tildada de “ella”. Mientras afinaba su nariz o esquizofrénicamente pensaba en que tenía un carácter fuerte y voz leve, también fantaseaba sin frenos esquemáticos.

Era el estudiante ensimismado, dibujando frente a la manzana verde sin terminar.
Fue la cara perdida e insólita, diluía en los compases de una agrupación que estaba por desaparecer, cargando los fantasmitas rotundos de otro cuarteto aún más decidor.
Estaba el sosiego desterrante
de un disco abortado en su forma y “I'm Carrying”, el tema sacado de una por Paul, acompañándose de la estremecedora guitarra acústica.
Concluía que su idealizada obsesión del que pretende crear y hace nata en el intento, puede ser más satisfactoria por la sintonía fina del intimismo singular.


El no entendía el porqué de la aparición de ese rostro desconocido en la hoja, menos si su actuar debía ser causa de preocupación terapéutica y cómo muchos periodistas fanfarrones lanzaban tantas críticas adversas a dicho álbum.